Escrito por una mujer ciclista urbana – anónimo o por lo menos no puedo
dar el crédito a alguien
Pinchar (en el sentido erótico y no ciclístico del término)
Es
cierto que la bici hace bien para la salud. Que se tonifican los músculos, que
mejora la actividad cardíaca. También es verdad que es un medio de transporte
limpio, barato, sustentable. Para mí también tiene mucho de cierto que es una
opción política, porque en bici uno habita la ciudad de una manera distinta, al
margen, justo por el lado, del imperio del auto y todo su modelo de consumo y
estatus social. Otros dicen que ser ciclista da onda, que uno se ve más cool.
Algunos afirman que andar en bici es rico y listo se acabó. Pero hay algo tan
cierto como todo lo anterior, pero que nadie dice: que uno en bici pincha más.
Y no me refiero a pinchar la cámara, sino a pinchar en el sentido erótico, es
decir, al acto de intercambiar un coqueteo fugaz. Es así, tal cual como algo
que pincha, que punza. Que pasa rápido y que al instante se va.
Habitualmente
el pinchazo erótico se realiza mediante un cruce de miradas fortuito, puede ser
con ojos dulces o bien abiertamente libidinosos. A lo más el pinchar puede
llegar a un intercambio verbal breve, con palabras tiernas o con las ideas más
bajas del repertorio del piropeo nacional.
Esta
facultad no es exclusiva de las mujeres. Cierto amigo contó que él no sabe si
es la belleza de su cleta o la altura que toma sobre ella, pero arriba de la
bicicleta se siente un potro, un semental del asfalto. Dijo también que él
abajo de ella, en sus horas de peatón, no capta tantas miradas. Afirmó que no
recibe casi ninguna. Terminó confesando que a pie, él no es nadie en las calles
de esta ciudad. Yo pienso un poco lo mismo, aunque con una cuota mayor de
optimismo. Mis pasos como peatona no son tan desgraciados, pero, seré franca,
en bici es otra cosa.
Yo
antes tenía una Mini marca Cic de los años 70, esa que sale en la película
Machuca. La muy hermosa pasó 15 años a la intemperie, arrumbada en un patio y
bastó nada más una reparación para que sus ruedas recorrieran Santiago con la
misma energía que en los días de la Unidad Popular. Aunque la pintamos con
spray morado, destinándola a una apariencia siempre ajada, y nunca le
instalamos sus hermosos tapabarros plateados, yo mataba arriba de la Mini.
Pinché en el sentido ciclístico del término solo una vez en cuatro años, pero
en el sentido erótico perdí la cuenta.
Podría
clasificar mis pinchazos en dos tipos: el primero, con lolitos vintage que
apreciaban tener una bici de 40 años de edad. Ese modelo único, sus rueditas
aro 20, su manubrio alto, su parrilla a prueba de todo, eran un imán con los
chiquillos adictos a la moda retro. El segundo tipo de pinchazo era con
taxistas. Ay, como me encantaban los taxistas. Nunca jamás uno me tiró su auto
encima, porque por regla histórica todos los taxistas mayores de treinta años,
aprendieron a andar en bicicleta montados en una Mini Cic. En el rojo del
semáforo siempre me decían: “señorita, yo tenía la misma cuando era niño y
llevé mil veces a mi hermano en la parrilla y la bici nunca se rompió”. Y los
ojos se le llenaban de lágrimas y yo veía en sus pupilas a un niño de 12 años,
por allá a comienzos de los 80, con la cara sucia y costras en los codos. El
taxista se iba feliz en su ensueño de la infancia, y alguna vez abrió la
ventana para ver si podía nuevamente sentir el viento entrando por su camisa.
En eso un pasajero, el taxímetro y de nuevo a recorrer Santiago por dinero y no
por placer. Entre los dos tipos de pinchazo, el ondero sexual y el taxista
melancólico, la verdad, no puedo elegir.
Cuando
decidí invertir en una pistera para no llegar tan cansada a mi destino y no
romperme la espalda al subir la mini a mi departamento del piso 3, una de las
cosas que me preocupaba era pinchar mucho la cámara, pero en cambio, que el
pinchazo erótico disminuyera su frecuencia. Sí, soy frívola. Por suerte eso no
ocurrió. Si en la mini me veía bonita, en la pistera (yo juro), me veo rica. No
sé si será la elegancia del marco, sus ruedas finas, o quizás es la posición
que asume el cuerpo: las caderas ubicadas a mayor altura que en la Mini y, por
lo mismo, el pecho –los pechos- inclinados hacia delante. He pensado en
cambiarle el manubrio recto que tiene por uno de ruta, así mi espalda irá
totalmente recta, mi coxis quedará más empinado, y de verme rica (yo juro),
pasaré a verme súper rica. En efecto los pinchazos de la cámara aumentaron, y
los eróticos, por suerte, también. Debe ser que andar en bici se parece un poco
a las artes amatorias y es por eso que a los hombres les gusta tanto ver a una
ciclista. Ambos actos son cosa de cuerpo, ritmo y movimiento, de saber dónde
poner las manos, cómo coordinar las piernas, cuándo subir las caderas. En los
dos casos hay que saber cuándo frenar, cuándo deslizarse y cuándo ponerle toda
la velocidad. A veces, en bicicleta, al atardecer yendo hacia el poniente,
también se tienen orgasmos.
Al
tan conocido y poco original “sáquele el sillín, mijita”, con voz rasposa en
extremo repulsiva, se han sumado otros piropos en estos meses con mi pistera,
que a todo esto se llama Nena. Un día por Compañía, justo antes de doblar hacia
San Martín, de una camioneta de alguna empresa de telefonía, con un tono
hirviendo en deseo y seudogalantería, su conductor me dijo “Puta que me excitan
las hueonas en bici”. Me ofendió su cara de violador en serie, su pretensión
tan baja de conquistar así, con lo mínimo. Pero lejos lo que más me molestó fue
que me dijera hueona. Es cierto, a veces lo he sido: he dejado el tostador
prendido con el pan encima hasta desintegrarlo e inhabilitar la cocina, la casa
entera, en realidad. No he respaldado textos y he presionado “no guardar”. Una
vez envié un trabajo por correo luego de haber pasado la noche en vela
terminándolo. El mail iba dirigido a un filósofo connotado y decía, no me
pregunten por qué, lo siguiente: “Profesor, le deje mi cerebro con la
secretatia del departamento de filosofóa”. Ningún error en esa corta oración es
de ahora. Eso le escribí al profesor, tal cual. Supongo que “mi cerebro” era “mi
trabajo”, “secretatia” era secretaria, “filosofóa” era “filosofía”. Me asombra
que a pesar de tanta equivocación y tan absurda, le haya puesto el acento a
filosofía, o sea, a filosofóa. En la o, bien marcado. Si he sido aquello que me
dijo ese conductor, pero él no me conoce así que no tiene el derecho de
decírmelo, no se lo permito.
Yo
no sé arreglar un pinchazo, nunca he desmontado la rueda, ni idea cómo detectar
la perforación, pero sí sé cómo responder al otro pinchazo. Furiosa y ansiosa
de venganza, acto seguido a su insinuación, puse mi máxima cara de zorrita y le
dije “¿en serio te excito?”. Su rostro se llenó de esperanza y pude ver como
algo en él se “tonificaba”. Su compañero lo animó a continuar el flirteo y
justo antes de que el semáforo diera la luz verde, le dije “en cambio a mí, no
me excitan ni un poco los hueones en auto”. De pronto él era todo flacidez.
Provocativamente me puse a andar sobre los pedales y si me hubiera podido
pintar con lápiz labial las nalgas, me habría escrito “sue-ña”, una sílaba en
cada cachete.
Otras
vez menos desagradable, en la calle Portales, un joven copiloto de un camión de
gas me dijo “linda su máquina, señorita”. Yo que había comprado recién a mi
Nena le respondí “gracias, esta nuevecita de paquete”. Él, con risa, me dijo
“no, lo decía por usted”. Yo era la máquina. Seguí por Portales viendo en mis
rodillas engranajes y sentí que mi cuerpo de máquina metálica brillaba con el
sol.
Mi
bici se llama Nena en honor a las fans de Sandro. Yo por el Gitano lo dejaría
todo: a mi casa, a mi familia, a mi perro Fermín. Es que esas caderas, esas
manos. Es que esos labios, por sobre todo esos labios. Cuando Sandro murió mi
amiga Natalia me envió un artículo en su homenaje. Uno de sus párrafos decía:
“tus nenas saben que no se trataba de pelvis, sino de estados emocionales. Por
eso cuando joven y luego de esas catarsis escénicas te bajaba el pulso y podías
vomitar o desmayarte. Y ya más viejo, las hacías olvidarse de los años, la
celulitis, el paso del tiempo, y ellas se sentían queridas y amadas una vez
más”. A mí me pasa lo mismo cuando ando bicicleta, me siento la más amada.
Aunque mida un metro y medio, aunque pese menos de 50, aunque hace años que no
varíe mi talla de sostén. No importa. Y es que en realidad qué importa si no se
es rica, si arriba de la cleta uno conoce en cada esquina el amor. Porque andar
en bicicleta, más que a las artes amatorias, se parece al mismísimo amor. Lo
andamos, lo disfrutamos y siempre es mejor cuando corre vientecito. Lo
recorremos, aceleramos y conocemos la felicidad. Pero también cansa. Pucha que
cansa. Está lleno baches, de hoyos, de obstáculos, de gente que se cruza en el
camino. Uno se cae, duele, de hecho sangra. El amor, como la bici, nunca es en
línea recta, hay que saber doblar, perderse, detenerse y retomar el camino. En
el amor, como en la bici, lo importante no es el destino, sino el trayecto en
sí. Andar el amor y andar en bici, es mejor escuchando “Trigal” de Sandro.